"El fin de las vacaciones" - Cuento.

Corría el final del verano madrileño cuando Fermín se encontró en el ocaso de su recorrido europeo. Poniendo en la balanza lo que habían sido estos meses, las cuentas dejaban un saldo más que positivo. Vino, frutas de estación y pastas fueron los protagonistas de unas asombrosas vacaciones. Y es que estaba regresando de Italia, donde pasó el último mes en una casa de campo a las afueras de Roma, cerca de un pueblo destinado al olvido, a la de dios. Su nombre es Civita di Bagnoregio, allí convivió con su pareja, Martina, y con sus padres, a los cuales había adoptado como familia. Así que ahí se encontró Fermín, observando desde la ventana del tren un paisaje regalado por la ciudad de Barcelona. Por un lado estaba conmovido gracias a lo que vivió últimamente, sin embargo una leve incomodidad le invadió. Si hay una cualidad a destacar de Fer, es que nunca pero nunca niega lo que le pasa. Años atrás tuvo una etapa donde su trastorno de ansiedad comenzó a gestarse de manera preocupante, por lo que a la mínima señal de que algo no anda del todo bien, éste opta por hacerle frente para así no reprimir y en consecuencia todo termine en lo que para él es la sensación más símil al fin del mundo: ataques de pánico o ansiedad.

    Entre miradas que abrazaban las luces de la ciudad y se desviaban por momentos a causa de una gacha cabeza, comenzó a adentrarse en el problemático mundo psíquico. En primera instancia supuso que la causa de su malestar era el simple hecho de un estío en sus últimos instantes, un malestar post mortem. Sin embargo, esto no bastó, no le terminó de cerrar la idea de que sus incomodidades rondaban en base a la nostalgia veraniega, ya que esperaba con ansias el comienzo de un nuevo ciclo laboral en la ciudad de Madrid. El reencontrarse con sus compañeros y retomar aquel ritmo caótico de la ciudad es algo que le causaba cierta paz. Por ende, trató de ir más allá. Y entre pensamientos que iban y venían se dejó estar para ver qué es lo que aparecía como gestación de su inconsciente reprimido, que es lo que se quería decir a sí mismo, que era aquello que vagaba por el mundo de lo no dicho. Pensó en Martina, en lo mucho que la quería, en cómo la conoció y en todo lo que dejó por ella. Pocos saben que la verdadera razón por la cual desertó del pueblo en el que nació y creció, el cual queda en algún recóndito lugar entre Buenos Aires y Rosario, fue ni más ni menos que el amor.

    Ambos se conocieron por casualidad una tarde de otoño. Fermín salía de un concierto y se topó con una joven perdida en sus vacaciones por Buenos Aires. Preguntó por una dirección y lo demás es historia, desde ese entonces nunca pudieron soltarse. Tal es así que convivieron un par de meses en una intensa relación que se sostuvo a base de videollamadas y películas a la distancia, creciendo más y más. A punto tal de que no hubo vuelta atrás. Fermín envió miles de solicitudes para encontrar trabajo y poder costearse su estadía allí en Madrid mientras atravesaba sus estudios. Hasta que un día la posibilidad apareció. Y sin dudarlo un solo segundo partió al viejo continente. Nada ni nadie pudo retenerlo. Ni su hermano menor. Ni sus padres. Ni su gata. Ni sus amigos. No miró hacia atrás, no se quejó, no se replanteó nunca su decisión.
Entonces, el problema no eran sus sentimientos a Martina ni mucho menos, la cuestión era otra, había algo más que no terminaba de comprender. Hasta que… como el halo de luz que entra todos los días a la misma hora por su ventana, apareció aquello que lo aquejaba. Lo vislumbró en el preciso instante que el tren cruzó un puente y a su costado se veían las modernas rutas españolas. Éstas le llevaron a recordar los puentes mal hechos y las rutas viejas que formaban parte de la tierra en la que nació. Y poco a poco se fue adentrando en aquel mundo que hoy estaba a miles de kilómetros, un mundo que para él parecía no existir más. Se preguntó que estaría haciendo su madre en ese preciso instante, si está doblando la ropa o simplemente sentada en una reposera en su amplio patio. Esto le llevo a recordar el olor de las rosas tan cuidadas por su mamá, los bancos de madera donde pasó tardes enteras mirando el atardecer y hablando con su hermano, el olor a nafta emanado de la máquina de cortar pasto utilizada por su padre todos los domingos, sin falta. Y así Fermín se fue entristeciendo de forma consciente, dejándose llevar por una ambivalente sensación de malestar y familiaridad. Por primera vez estaba haciendo el duelo de su amada tierra, por primera vez se sintió ajeno en la gran ciudad que lo acogió todo este tiempo. Y así fue lo que restó de viaje, yendo y viniendo entre felicidades y malestares. Y en un momento una pregunta completamente intrusiva le invadió: ¿vale la pena? Resulta que por un corto momento dudó de aquello que sentía por Martina, o más bien, se cuestionó algo un tanto más profundo para sus estandartes de reflexión, y es que el amor, ¿alcanza? ¿Es tan fuerte como para hacer toda una vida allí? Quizás hay cosas que simplemente no están destinadas a ser. De momento, Fermín se sintió en un lugar al que no perteneció nunca. La próxima parada era la última, tomó su bolso y se paró para salir primero del tren. Las vacaciones habían llegado a su fin.

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