'El punto' - Cuento.

    Era la primera vez que la familia de los Quiroga integrada por Fabián, Patricia y sus dos hijos, Kevin y Cristóbal, pudo costearse lo que tanto anhelaron durante varios años, es decir, unas merecidas vacaciones fuera del país. Todos estaban entusiasmados, o casi todos, ya que el hermano cuatro años mayor, Cristóbal, quien cumplió la edad de diecisiete hace un par de meses atrás, no lograba entender cuál era la lógica dentro de lo que el consideró, un entusiasmo completamente desmedido. Quizás era que no compaginaba mucho con la idea de salir de casa, quizás era el mero hecho de que el destino seleccionado fue una isla de Brasil, mejor conocida como Ilha Grande, la cual quedaba en el estado de Río de Janeiro y consta de una belleza natural y paradisíaca prácticamente inigualable. Esto significaría que debía estar aislado durante lo que durasen las vacaciones. Lejos de sus amigos, lejos de su novia de verano, lejos de sus videojuegos. Además, siempre odió la playa, mucho más todo lo que tenga que ver con la humedad de la selva y los insectos que habitan en ella y sus alrededores.
    Llegaron una tarde de lunes. Se hospedaron en una cabaña humilde pero que no carecía de nada, simplemente era de limitada espacialidad, aunque esto no sería problema alguno para la familia. Además, ésta se encontraba rodeada de montañas selváticas y a escasos metros de un pueblo costero en el cual su principal actividad era la pesca. Lo primero que hicieron fue dirigirse directo a la playa bajo una euforia compartida, obviamente, sin Cristóbal. Éste decidió salir a caminar por la isla para ver con que debería lidiar durante los próximos quince interminables días. Se encaminó hacia el lado contrario al mar, es decir, a donde se encontraban la selva y las montañas. Después de unos quince minutos de vagar entre calles de arena y tierra por demás estrechas, decidió regresar ya que lo único con lo que se topaba no eran más que personas haciendo su vida normal de pueblo y niños jugando en algunas esquinas. Pero hubo un problema: se había perdido. Ante esta situación, Cristóbal no desesperó o al menos eso quiso creer al momento de percatarse de su extravío. Entendía que tarde o temprano lograría regresar, simplemente debía de volver hacia atrás. Sin embargo, no tuvo éxito durante prácticamente 40 minutos. A esta altura comenzó a incomodarse ya que el sol estaba más fuerte que nunca y se sentía completamente agotado. Tenía ganas de gritar, pero nunca dejó de caminar. Por momentos se asustó, no tenía forma de contactarse con los habitantes ya que hablaban portugués, o al menos así era con quienes se topó y les pidió ayuda. Esto volvía el entenderse algo casi imposible, y si se tiene en cuenta que Cristóbal ni siquiera sabía el nombre del lugar donde se hospedaba, el resultado era una misión imposible. Sus pies comenzaban a pesar, le picaba la piel y su cabeza dolía cada vez más. La boca seca comenzaba a asustarle. Y entre una angustia que se volvía cada vez más palpable, llegó al mar. Lo había logrado. Por lo que fue en dirección al agua, no lo dudó un segundo. La arena no fue impedimento, corrió y corrió. Una vez que se acercó a un pequeño muelle de madera, Cristóbal estaba decidido a tirarse. Hasta que escuchó una voz que le habló. Se volteó y era un joven pescador que estaba sobre su pequeño bote a motor. Después de unos segundos de desentendimiento por parte de Cristóbal, el brasilero optó por hacer señas. Lo estaba invitando a subirse en su barca para así dar un paseo y si quería, poder tirarse al agua. Realmente no lo meditó mucho. Por alguna extraña razón y contrario a su modus operandi de siempre, el cual consistía en nunca pero nunca dejarse llevar por absolutamente nada que tenga algún tipo de relación con el arte de lo espontáneo, se subió. El bote se puso en marcha y se adentraron en el mar. Cristóbal se sentó en la parte delantera, de espaldas al mar abierto, por lo que su vista consistía en ver las islas con sus respectivas montañas y un celeste que se iba apagando a causa del anochecer, con algunas estrellas haciéndose presentes poco a poco. Se alejaron lo suficiente como para que las personas que estaban en la playa sean prácticamente indistinguibles, pero no demasiado como para adentrarse a mar abierto. Tranquilamente podría regresar a la orilla nadando. El bote frenó y el joven brasilero le hizo una seña que significaba una especie de “ahora sí, podes tirarte tranquilo, confiá”. Y éste le hizo caso, por segunda vez en su vida tomó una decisión sin meditarla cientas de veces. Se paró sobre el borde del bote y saltó al mar. La sensación de no tocar fondo lo apabulló, por lo que con todas sus fuerzas salió disparado hacia la superficie. Una vez que sacó la cabeza por fuera del mar, estaba decidido a regresar a la barca. Pero en el momento que limpió el agua sobre su cara y pudo abrir los ojos, se encontró de frente al mar abierto que abrazaba un atardecer que nunca antes había presenciado. Le pareció increíblemente hipnótico como el ocaso se amalgamaba con el mar. Como en algún punto del lejano horizonte el cielo, el sol y el mar se volvían uno solo. Era un punto en particular, un punto muy preciso y prácticamente indistinguible en comparación a la inmensidad de todo lo que rodeaba. Pero era el punto, era ese preciso punto el que lo conmovió como nunca en su vida. Por alguna razón que nunca logró entender, Cristóbal derramó alguna que otra lágrima. Quizás era el hecho de querer desaparecer como ese atardecer, quizás era el hecho de querer ser ese atardecer. Fuera lo que fuera, se sumergió de nuevo en el agua y ahí se quedó, manteniendo la respiración lo que más pudo. Queriendo hacer eterno el instante. Volviéndose uno solo con la paz del mar, escuchándolo. Volviéndose uno solo con el todo que le rodeaba. Volvió a sacar su cabeza del agua y el punto había desaparecido. Sonrió. No sabía bien qué, pero algo había encontrado.

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