'Veintisiete' - Cuento.

Alfonso se encontraba de cara al Paraná, admirando un punto fijo entre el barranco que tenía de frente, el puente Nuestra Señora del Rosario y el ocaso que estaba detrás de este. Aquel puente es uno de los lugares preferidos de Alfonso ya que siempre sostuvo que una de sus mayores características es la de tener una sensación de omnipresencia, haciendo este un lugar único en toda la ciudad. Ni siquiera Alfonso sabe muy bien que es lo que está pasando dentro de sí. Y es que hace cerca de una hora se encuentra en la misma posición, con la mirada vagando entre olas y hojas de otoño. Lo que está sintiendo es algo justamente símil a la estación del año que transcurre. Es imposible de ignorar, es imposible saber que no está ahí ya que el naranja ocre cubre todos los rincones de la apagada ciudad de Rosario. Fuera como fuera, Alfonso decidió emprender el camino de regreso a casa en el preciso instante que escuchó una carcajada ajena a escasos metros. Ésta hizo tal estruendo que removió la falsa paz que su cuerpo parecía reflejar, haciendo que se voltee para ver de qué se trataba. Para su sorpresa se trató de un padre festejando las tonteras de su hijo, en su mirada se vislumbraba total admiración. Lo particular de esto es que la carcajada de dicho hombre se quedó impregnada en lo más recóndito de su ser, tal es así que durante las próximas horas no habrá lugar para otra cosa más que el sonido de aquella risa, resonando cual pitido insoportable en sus oídos, en su cuerpo. Haciendo tangible una angustia inexplicable, haciendo palpable en su cuerpo una incomodidad a la cual no puede aún poner en significado. Sin embargo, después de un largo rato de estar tirado en su cama con la música a todo volumen con el objetivo de purgarse de una carcajada que a priori, no tenía más que la inocencia de algo tan puro como el mero hecho de un padre y su hijo divirtiéndose en un día gris. Pero para Alfonso no se convirtió más que en algo puramente sombrío. Otra particularidad a destacar es que escuchó una sola canción, la cual repite una y otra vez, se trata de “Una Piba con la Remera de Greenpeace”, interpretada por Patricio Rey. Quizás fue la forma más fácil que encontró de salir de aquella inexplicable situación que le excedía. Y hay que admitir que algo de acierto tuvo, ya que lo que parecía ser una eterna repetición con el destino de la locura se apaciguó gracias a la voz de Solari. Cambió la borrascosa carcajada por una frase en particular…  “Está dormida o finge que duerme... llega una mosca y se posa en su boca y sin embargo mi mundo termina en ella”. Comenzó a repetirla una y otra vez. No terminaba de entender cuál era la razón de tal admiración hacia dichas palabras. Esto comenzó a excederlo por momentos, no dejaba de preguntarse una y otra vez. “¿Por qué me atrae tanto, por qué me hipnotiza?”. Y es que esto así era, ante dichas palabras, Alfonso sentía una especie de hipnosis que poco a poco se travestía de obsesión. Después de una larga reflexión llegó a la conclusión de que se trataba de una especie de satisfacción causada en base a las líneas que le proseguían a la frase que tanto le obsesionaba, y es que la melodía entonada en las palabras “Ya sé cansó de dormir todo el tiempo en sillones, oh no” le producían una inexplicable sensación de tranquilidad, al punto tal de dejarlo en lo que él consideraba, el borde de las lágrimas. Esto dista mucho de lo que en verdad era ya que Alfonso nunca lloraba. Aunque el pensar que estaba al borde de las lágrimas era la mejor forma que encontró de expresar lo que sentía. Así que ahí estaba Alfonso, repitiendo y repitiendo, pero esta vez sin perder la cabeza, o eso creía, ya que luego de un rato comenzó a sentir como la melodía se apoderaba de toda su psiquis. Se levantó de la cama, comenzó a caminar por el departamento tratando de pensar en otra cosa. Pensaba en algo que le podría traer paz. Recordó a su hermano, recordó a su novia, recordó al gato de su infancia. Todo fue en vano ya que poco a poco el cuerpo comenzó a sentirse también atrapado por la melodía. “Llega una mosca y se posa en su boca”, mientras se le cerraba el pecho. “Mi mundo termina en ella”, mientras se mordía la piel de los labios. “Ya se cansó de dormir todo el tiempo en sillones”, mientras su corazón se aceleraba. “Está dormida y finge que duerme”, mientras sus brazos chocaban con los muebles, buscando un sostén que nunca llegaba. “Llega una mosca y se posa en su boca”, mientras su mirada iba y venía por todo el departamento sin poder anclarse en un punto fijo. “Mi mundo termina en ella”, mientras se mordía las uñas al punto de hacer que uno de sus dedos sangre. “Ya se cansó de dormir todo el tiempo en sillones”, mientras pellizcaba sus piernas con el objetivo de poder distraerse con la distracción del dolor, en vano. “Está dormida y finge que duerme”, mientras su respiración se acortaba cada vez más. Alfonso se vio sobrepasado al punto tal de que comenzó a mover la cabeza mientras tarareaba la melodía sin poder parar y saltando, como si estuviese en su propio concierto. Con los ojos cerrados cantaba con fuerza, tratando de exorcizar la que ahora era una demoníaca melodía. Tal era la obsesión que este, sin quererlo golpeó su frente de lleno contra el filo de la mesada de mármol que colmaba toda su cocina. Y así cayó rendido, mareado, pero increíblemente… más calmo. Había logrado expulsar el mal que lo aquejaba. Estuvo unos minutos sentado en el suelo, abrazando sus rodillas en silencio y disfrutando la paz que tanto anheló, hasta que sonó su celular. La melodía predeterminada del dispositivo le puso los pelos de punta por lo que saltó en busca de éste. No es que Alfonso estuviese esperando una llamada, simplemente quería apagar el escalofriante sonido, por lo que sin leer quien le llamaba, atendió.

—¿¡Hola!?—dijo, exaltado.

—Alfonso… que rápido atendiste, ¿sabías que te iba a llamar?—dijo, la voz al otro lado, sorprendida.

—Hola—repitió, ahora haciendo fuerzas para concentrarse y saber con quien hablaba—. Martina… ¿todo bien?

—¿A vos que te parece? Me volviste a dejar plantada.

—Los dos sabemos que no te dejé plantada.

—Llegaste tarde, es lo mismo.

—¿Y por qué no me esperaste?

—Porque estoy cansada, Alfonso. Siempre lo mismo con vos, ¿Qué te cuesta llegar temprano una vez?—dijo, levantando el tono.

—¿Y a vos que te cuesta esperarme?

—Ya tuvimos esta discusión. Si sabes que me molesta esperar, ¿tanto te cuesta salir antes de tu departamento?

—La próxima cambiame el horario. Decime qué quedamos en punto y vos aparece a las y media. Y todos contentos.

—No Alfonso, no es así. No se trata de eso. ¿No lo podés hacer por mí? Si tanto te importo como decís, deberías llegar temprano sin problema.

Alfonso comenzaba a sentir aquel malestar, una vez más.

—¿Cuál es el problema con que llegue un par de minutos tarde?

—No, no son un par de minutos. Llegas siempre veintisiete minutos tarde. Tantas veces son las que me lo hiciste que llegué a tomar nota.

—¿27 minutos? Pero si yo no cuento los minutos, simplemente… llego tarde, sin querer.

—Parece que lo haces a propósito, asumilo. Por alguna razón te encanta llegar tarde. Pero yo me cansé—dijo Martina, e hizo una breve pausa que pareció durar una eternidad—. Soy tu novia, de nuevo, si tanto te importo como decís, vas a llegar temprano la próxima.

—¿Y si llego tarde?

—¿En serio, Alfonso?—soltó, con desgano.

—Está bien, está bien. La próxima llego temprano, ¿contenta?

—Todavía no, primero tiene que pasar, pero de momento me quedo más tranquila.

—Buenísimo.

—Mañana a las tres en punto de la tarde, en el mismo lugar de siempre. Ni un minuto antes ni un minuto después.

—Nos vemos—dijo, y cortó la llamada.

De toda la discusión Alfonso se quedó con una sola cuestión resonando. No le importó haber hecho sentir mal a su pareja, no le importó llegar tarde en sí, no le importó asumir que hacía mal, nada de eso fue lo que captó su atención. A excepción de un particular detalle. El veintisiete. ¿Estaba Martina en lo cierto? ¿Siempre pero siempre llegaba veintisiete minutos tarde? ¿O era una mera exageración? No lo cree, si lo dijo debe ser verdad. ¿Por qué era ese el número elegido? Dos, siete. Dos… siete. Veintisiete. ¿Cuál era la razón? Según recuerda nunca tuvo ningún tipo de relación con dicho número, nunca fue especial en su vida. No tiene ningún tipo de recuerdo asociado al mismo. Y así estuvo lo que restó de la noche, la cual hay que aclarar… fue eterna. En el transcurso de la misma pasó por muchísimos estadios distintos, todos guiados por la vorágine que colmaba su cabeza, más particularmente… por el número veintisiete. Hasta que en algún momento de la adentrada noche comenzó a quedarse dormido, aunque se despertó varias veces bajo un manto de transpiración, con el corazón muchas veces al ritmo de un rimbombante latido. O más bien el sentía, al ritmo de una tétrica carcajada, al ritmo de “Una Piba con la Remera de Greenpeace”, al ritmo de un tono de celular, al ritmo de un veintisiete que aceleraba todo a su paso. Fuera como fuera, por momentos tuvo la suerte de poder pegar un ojo.

Alfonso tomó la decisión de levantarse a eso de las siete de la mañana a pesar de tener el día libre ya que se resignó cuando entendió que no había forma alguna de que lograra seguir durmiendo. Así que puso la pava para preparar un té, se cambió y se dirigió hasta el baño, donde se lavó los dientes y se duchó. Una vez logrado su ritual mañanero se percató de algo: todo estaba calmo. Le pareció hasta absurdo sentirse tan bien después de lo que había vivido escasas horas atrás. Pero optó por no adentrarse en sus pensamientos por miedo a sobrecalentar la extraña maquinaria que podía llegar a ser su mente, se sentía realmente agotado. Quizás era esa la razón de dicha calma, quizás estaba tan cansado que no tenía siquiera fuerzas para sentirse mal, para pensar o para darle lugar a aquello que mejor se le da, el sobre pensar. Sea la razón que sea, Alfonso aprovechó el envío anímico de tener una mañana en paz para adelantar algunas cosas de la facultad, tocar la guitarra e inclusive cocinarse pastas con la receta familiar. Así el tiempo pasó volando hasta que la alarma sonó: el reloj marcaba las dos de la tarde. Esto le daría tiempo a poder prepararse y llegar a tiempo a la cita que tenía pautada con Martina. Por lo que se puso perfume, se acomodó un poco el pelo, lavó sus dientes, apagó la computadora, se puso sus borcegos y agarró su mochila. Alfonso tiene la manía de nunca salir sin mochila a pesar de no llevar nada. En este caso había guardado un abrigo. Cerró la puerta con llave y cuando se giró para emprender camino se topó con su vecina, quien estaba prácticamente pegado a él. Alfonso se asustó.

—Karina—dijo, y rió incómodo—. Me asustó.

—Ayer tenías la música muy fuerte—soltó, tajante.

—¿Sí? No me di cuenta—mintió—. Perdón, cuando es así usted avíseme.

—Lo hice, querido. Toqué la puerta varias veces, pero no saliste nunca.

—Perdón, de nuevo. No escuché—dijo, sin poder apartar la vista de las arrugas que abarcaban toda la cara de Karina, hasta que en un momento detuvo la mirada en una sucia verruga sobre su pómulo.

—Y… no.

—La próxima pongo más bajo.

—En lo posible que no haya próxima, Alfonso.

Alfonso se limitó a sonreír y emprendió su camino. Se adentró en el pasillo del edificio, pasillo en el cual la iluminación siempre fue de lo más lóbrega. De hecho, la única iluminación por lo general siempre fue el verde neón del cartel de salida de emergencia. Cuando iba a mitad del mismo, se volteó y Karina seguía ahí, casi inmóvil y clavándole la mirada cual juicio. Era una mirada penetrante, incómoda. Se giro retomando su camino hacia el ascensor, pero todavía podía sentir aquella mirada que lo juzgaba, que lo maltrataba, que decía mucho sin esbozar una sola palabra. Karina cumplió su cometido, logró intimidarlo. Quería irse lo más rápido de ahí, por lo que ante el nerviosismo apretó el botón de llamado al ascensor varias veces, el cual no respondía. Lo esperó hasta que empezó a sentir como una presencia se acercaba a paso lento. Comenzó a ponerse nervioso, pero en ningún momento se giró. Estaba quieto, pidiendo que por favor llegue el ascensor. Hasta que sintió una ventisca a sus espaldas acompañada de una lenta respiración.

—El ascensor no anda—dijo Karina, con un tono calmo y perturbador en partes iguales.

—¿Qué?—dijo Alfonso, sin moverse.

—Que el ascensor no anda.

—Ah, bueno—soltó, y aceleró el paso hasta la escalera.

Bajó los cinco pisos en tiempo prácticamente récord, una vez que tocó el último escalón levantó la vista hacia el techo y ahí la encontró a Karina, quien lo observaba desde la cima de la escalera. Perturbado salió disparado del edificio. Una vez que dio con la vereda miró para ambos lados y cruzó la calle. A paso acelerado se dirigió hasta la parada de colectivo, donde miró la hora. El reloj marcaba las dos y dieciocho de la tarde. Miró al cielo y pidió por favor que el colectivo no se retrase, pero ante una espera que le excedía decidió prenderse un cigarro para hacer más pasajero el momento y rebajar un poco los nervios. Por primera vez corría a contrarreloj y aquello lo aquejó bastante. Así que sacó de su bolsillo una caja de cigarros, tomó uno y lo puso en su boca e intentó prenderlo. Pero no hubo caso, el encendedor estaba inservible. Probó con ambas manos, con distintos dedos, con más fuerza, con menos fuerza. Pero el encendedor estaba muerto. Así que levantó la vista y vio a dos personas en la parada. Un señor mayor y un joven de su edad. Se acercó al joven y le preguntó si podía ayudarlo.

—No fumo—contestó, amablemente.

—Gracias igual—dijo Alfonso.

—Toma pibe—dijo una voz a sus espaldas, era el señor mayor.

Alfonso se volteó y casi sin intercambiar palabras tomó el encendedor y encendió su cigarro. Devolvió el encendedor y agradeció gesticulando con su cabeza. Ahora sí, se encontraba mucho más tranquilo. Metió dos pitadas al cigarro cuando levantó la cabeza y vio como el colectivo se asomaba a mitad de cuadra. Por lo que tiró el cigarro recién empezado y desesperado pidió que frene. El colectivero notó la señal de desespero y tuvo la suficiente empatía como para frenar. Subió de a dos escalones, tropezándose y parándose de manera instantánea. Poco le importó si alguien se percató de esto. Pagó su boleto y se sentó en el primer asiento libre que encontró. El transcurso del viaje estaba siendo ameno hasta el momento exacto en que el colectivo frenó en una escuela, donde comenzaron a subirse varias personas. Aquí una incomodidad comenzó a apoderarse de él. Particularmente comenzó a costarle respirar, por lo que apenas vio el lugar donde debía bajarse salió disparado. Apenas abandonó el transporte, se apoyó sobre sus rodillas para recuperar el aliento. Una vez que volvió sobre sí, miró el reloj: las dos y treinta y seis. Levantó la cabeza y se dio cuenta de un pequeño detalle… había errado en la parada. Se bajó varias cuadras antes, por lo que se desesperó una vez más y comenzó a caminar a paso acelerado. Hizo dos cuadras en la calle Entre Ríos y dobló en Córdoba, adentrándose así en la peatonal, dónde el paso acelerado sería más fructífero que en una estrecha vereda. Y así fue. Ya que pudo vislumbrar el bar, el cual se encontraba a dos cuadras. Miro el reloj: dos y cuarenta y ocho. Por primera vez llegaría a tiempo, así que desaceleró el paso para no llegar agitado al encuentro con Martina. Fue en este instante que una voz se dirigió hacia él.

—Amigo, ¿te puedo hacer una pregunta?

Alfonso puso la mirada hacia su costado. Era un pibe que vendía pañuelos, por lo que contestó de manera automática.

—No, gracias—soltó.

—Te pregunté si te puedo hacer una pregunta, loco.

—¿Cómo?—dijo Alfonso.

—Que si te puedo hacer una pregunta.

—No, gracias.

—Una pregunta era nada más loco, anda a la concha de tu madre.

Alfonso decidió no prestarle atención ya que no quería tener más exabruptos emocionales por el resto del día, así que retomó su camino. Estando a escasos metros fue que vio a Martina entrando en el bar. Por un muy breve instante se planteó el gritarle para llamar su atención, pero una extraña sensación lo evadió de dicha idea. Así que se limitó a simplemente seguir caminando. Una vez que se encontró en la puerta del bar, retrocedió y se apoyó sobre un poste de luz, desde donde podía observar a Martina sentada, quien miró la hora en su reloj de muñeca. Alfonso retrucó esta acción: las dos y cincuenta y ocho. Volvió su mirada sobre su pareja para observar cuales eran sus gestos. Ella se dedicaba a vagar la mirada entre la carta del bar y su reloj. Sus ojos iban y veían, una y otra vez. Soplaba, se notaba que estaba rezongando y Alfonso ponía sonido a estos gestos mediante su imaginación. Miró la hora una vez más: las tres cero uno. En este preciso instante fue que Martina se levantó, dirigiéndose hacia la entrada, por lo que Alfonso se puso de espaldas a la entrada para no ser visto por ella, quien iba con la cabeza gacha. Este logró escuchar un leve sollozo e inclusive algún que otro insulto. Una vez que entendió que Martina se encontraba a una distancia considerable fue que se volteó. No estaba más, se había ido. En este momento sacó un cigarro del bolsillo e intentó prenderlo. En este caso, su encendedor sí funcionó. Terminó de fumar y con el reloj marcando las dos y veintisiete fue que se adentró en el bar.

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